La noche de la bestia.

Noche de San Lorenzo y Santa Clara. 10-11 agosto 2015. En algún punto del Pantano de la Cuerda del Pozo

Desde bien joven siempre me ha gustado dormir al raso, sin más techo que las estrellas. Me resulta muy cómodo el hecho de no tener que montar ni desmontar tienda de campaña alguna y en casi todas las ocasiones, simplemente te liberas de las botas por aquello de cumplir con algún mínimo de decencia. Al día siguiente, en cuestión de segundos, ya estás preparado para afrontar una nueva aventura.

Ha habido noches de calor, de frio, de rocío, de hielo, de mosquitos, de algún ser baboso recorriendo mi cuello, pero de todas ellas guardo un buen recuerdo. Hay una especial y que casualmente compartí con mi mujer, (creo que era la primera vez que se apuntaba conmigo a algo similar), y otras veinticinco personas (un par de hijos míos entre ellos) en la que dormimos al raso en algún remoto lugar en la orilla del pantano de la Cuerda del Pozo. Era una noche muy especial para mí y otros muchos, 10 de agosto, la noche de San Lorenzo. Además, aniversario de la muerte del gran Almanzor según algunos historiadores.

Esa tarde estuvimos dando apoyo logístico con el Land Rover a un numeroso grupo de la familia que disfrutaba durante varios días de una ruta ciclista por la provincia de Soria. Miembros de mi familia, todos duros y recios, algunos más austeros que otros, jeje.

Tras una reparadora cena, no tardan los excursionistas en acomodarse en los sacos y quedarse profundamente dormidos. Son las 23 horas.

Tras un breve paseo por la orilla del pantano, decidimos meternos en nuestros sacos de dormir con la esperanza de ver alguna estrella fugaz. Las intenciones siempre son buenas, pero al poco tiempo Morfeo nos acoge en sus brazos. Siempre pasa lo mismo.

Todo transcurre con normalidad hasta la 1,50 de la madrugada en la que mi media naranja me despierta diciendo que hay un animal rondando el campamento. Me incorporo al instante y enciendo la linterna. La noche está fría pero serena y tranquila.

Rastreo nuestro alrededor con la luz de la linterna y vemos con asombro que, a no más de dos metros de nuestros pies se encuentra un enorme zorro observándonos en silencio y con curiosidad. El susto inicial no nos lo quitó nadie. Rápido, salgo del saco para calzarme las botas, movimiento que provoca que el zorro desaparezca para reaparecer al instante por otro lado y corriendo por mitad de nuestro improvisado campamento. Incluso me da la sensación de que pasa por encima de alguno de los agotados ciclistas y que duermen apiñados a escasos cuatro metros de distancia.

Comento a mi mujer que los zorros no son animales peligrosos, que no atacan. Incluso amplío la información diciendo que en España no hay animal salvaje que ataque al ser humano, debemos por tanto estar tranquilos, sólo es un zorro. Me acuerdo de un programa de Félix Rodríguez de la Fuente que vi cuando era chaval y en el que comentaban que los zorros siguen el rastro del ser humano en sus paseos por el monte pues siempre consiguen restos de comida. Suenan las campanas de la iglesia de algún pueblo cercano. Son las dos de la mañana.

Parece que mis científicas explicaciones convencen a mi mujer pues se acomoda en el saco de dormir para conciliar de nuevo el sueño a los pocos segundos. Pero yo no, imposible relajarme pues me he quedado con toda la adrenalina a flor de piel y me mantengo alerta, al acecho, vigilante.

A los pocos minutos el zorro vuelve a visitarme. Me observa, le observo. Me dirijo hacia él muy silencioso y haciendo movimientos con la linterna para asustarlo pero ni se inmuta. No da siquiera un paso atrás. Me mira fijamente. Me acojono. Intento autoconvencerme de lo que hace un rato comentaba a mi mujer. Me acuerdo del programa de Félix, pero en mi mente se dibuja la escena del animal abalanzándose sobre mí de forma agresiva y dando un bocado allí donde pille. Me pongo tenso. Busco con la mirada un palo para azuzarlo o incluso agredirle/defenderme en caso de que me ataque. El zorro sigue inmóvil, no me quita ojo de encima. Yo a él tampoco. No hay palos, no hay piedras, no hay nada para defenderme del que podría ser un inminente y salvaje ataque de esta bestia nocturna. Estoy solo, todo el mundo duerme, me siento responsable no sé muy bien de qué. Con movimientos lentos, casi felinos, me acerco sigilosamente al Land Rover, lo abro y empuño mi nuevo cuchillo comprado en Valladolid hace menos de un mes. Me posiciono con determinación frente al zorro. En mi mano izquierda la linterna, en mi mano derecha el machete. Estamos solos el zorro y yo, muy quietos, muy callados, el uno frente al otro. Adopto posición de ataque, abro los brazos y me dirijo contra la bestia pisando fuerte el terreno para hacer ruido y asustarlo. Gritaría, pero despertaría al grupo y podría cundir el pánico. El zorro retrocede y se aleja en la oscuridad. No dejo de sentirme ridículo. Detecto movimiento entre el grupo de durmientes. Vuelve todo a la calma.

Me siento en una piedra, mantengo una total tensión, no tengo sueño ni cansancio alguno. Mi mujer me pregunta que qué hago y si el zorro sigue por ahí. Le comunico con decisión que voy a estar de guardia toda la noche. Me siento un guerrero. Suenan de nuevo las campanadas de la iglesia, son las tres de la mañana. Comento a mi mujer que son campanadas de muerto…no sé a qué viene ese comentario, yo mismo me acojono con mis palabras. Me siento observado.

Sobre las 3,20 de la mañana opto por tumbarme y ver las estrellas, una dos, tres, otra más.!Es la noche de San Lorenzo!

Abro el saco de dormir al estilo manta y me lo echo por encima. Voy totalmente vestido, pantalones, forro polar y las botas puestas. Si me tengo que enfrentar a nuevos peligros debo estar preparado desde el primer instante. Me tapo bien la cabeza para intentar olvidarme de todo y evitar, si llega el caso, sentir el aliento de la bestia en la nuca o lo que es peor, un lametón en la cara previo al mordisco.

Recobro la conciencia a las 4,15 de la madrugada, tengo calor. Me pongo boca arriba, hay millones de estrellas, recuerdo el brutal encuentro con el zorro… suena una campanada…las cuatro y media…qué noche más larga… estrellas fugaces de nuevo….oigo el paso de un animal grande por la gravilla que hay en la orilla del pantano…..acaricio la fría hoja de mi cuchillo que mantengo a mi alcance. Me hago la más temida de las preguntas: ¿Qué hago yo aquí? De nuevo las campanadas de muerto, son las cinco, no tardará mucho en amanecer. Sigo alerta a las seis de la mañana. Pierdo conciencia y a las siete de la mañana, con las primeras luces y con una temperatura de 9 grados, doy por finalizado el descanso.

Hoy es Santa Clara, el amanecer es precioso y queda un largo y entretenido día por delante.

«Las orejas al lobo»

Soria, 2 de marzo de 2013.      “

Los telediarios llevan toda la semana informando de las grandes nevadas caídas en España durante los últimos días. Como es habitual en estos tiempos que corren, las califican de excepcionales. Hace tiempo que no se ve nevar con esta intensidad y se recomienda a la población que no realicen desplazamientos salvo los estrictamente necesarios. Basta que oiga ese tipo de noticias y advertencias para que el sábado a las 8,30 de la mañana inicie mi viaje por carretera hasta Soria para arrancar el Land Rover y comprobar si efectivamente los telediarios cuentan la verdad.

A medio día ya estoy atacando la Sierra de Cebollera por su lado Este, desde la zona de Almarza.

Hace un día muy frio, pero el cielo está totalmente despejado y brilla el sol, lo que provoca que los caminos en las zonas bajas de la Sierra estén anegados de agua y barro por efecto de la nieve derritiéndose. La situación es perfecta.

Cuando asciendo hasta los 1.300 metros de altitud la pista ya se encuentra totalmente nevada y me sorprende descubrir que soy el primero en pasar por allí desde hace tiempo. No hay huellas de vehículos ni pisadas humanoides. Sólo rastro de animales.  Abro pista nevada lo cual siempre conlleva su riesgo.

La concentración en la conducción es alta, voy a buen ritmo y corrijo continuamente los deslizamientos del coche para mantenerlo dentro del camino y en la dirección correcta. Llevo buenos neumáticos, anchos y con buen taco. Disfruto de vistas espectaculares del Pico Cebollera y del Moncayo, manadas de ciervos cruzándose en el camino, la soledad es total. Cada vez hay más nieve y arriesgo más, hasta que a 1600 metros de altitud el Land Rover queda encallado en la nieve hasta los ejes. Además, por el fuerte ritmo que llevaba me he introducido varios metros en zona delicada y el Land Rover se ha quedado como anclado al frio elemento. El atasco es absoluto.

Son las 13,25 horas. No me preocupa mucho la situación pues quedan aún muchas horas de luz. Tras una hora y 20 minutos paleando nieve, consigo desatascar el Land Rover. El trabajo ha sido brutal llegando en ocasiones a un agotamiento físico extremo. Estoy empapado. Liberar de nieve todos los bajos y las ruedas de un Land Rover Defender 110 resulta verdaderamente agotador: Primero, para poder acceder a las ruedas y bajos hay que quitar la nieve que rodea el coche para, a continuación, palada a palada, liberar las ruedas en su totalidad y los bajos del coche para darle altura. Todo ello con una pala de tamaño mediano, tirando a pequeña, lo cual obliga a tumbarse/revolcarse en el suelo para liberar los bajos. Tengo la moral alta pues he atascado en un sitio con vistas espectaculares y brilla el sol.

Dada la imposibilidad de seguir por esa ruta, vuelvo sobre mis pasos hasta Almarza desde donde me dirijo a Molinos de Razón por carretera para intentar la ascensión por la zona Sur de Cebollera. Pistas para mi muy conocidas por las que me muevo con comodidad a pesar de la gran cantidad de nieve. En un par de ocasiones reina la prudencia y opto por modificar el itinerario previsto por riesgo alto de nuevo atasco.

Me dirijo hacia Monte Avieco, la pista está muy resbaladiza y hay rodadas en los primeros kilómetros. Pasado el refugio que da acceso al cortafuegos de Loma de los Capotes me cruzo con un flamante buggy Polaris con sus dos ocupantes muy sonrientes, lo que demuestra el buen rato que están pasando con su juguete. Yo también estoy disfrutando a tope con mi juguete y supongo que también iría sonriente. O no, yo que se.

La pista toma rumbo Norte donde la nieve empieza a ser muy abundante y las únicas rodadas son las del buggy con el que me he cruzado hace ya un buen rato. De nuevo a 1600 metros y confiado en el rastro dejado por el tan mencionado buggy, vuelvo a atrancarme en la nieve cual aprendiz. La situación es la misma, el vehículo se ha quedado empotrado en la nieve. Ruedas, bajos….

¡No me lo acabo de creer!, aún me duele el cuerpo por el esfuerzo realizado en el desatasco de la mañana y de nuevo, a las 17,30 horas, me encuentro en la misma situación. No, en la misma situación no, peor, mucho peor.

Me invade una rara sensación, de desesperación, de frustración, queda poco más de hora y media de luz… Sin perder un minuto saco de nuevo la pala y empiezo el lento, penoso y brutal proceso de limpiar de nieve los alrededores del Land Rover para poder acceder a los bajos y ruedas. Intento no perder la calma y que cada movimiento con la pala sea de lo más efectiva.

El tiempo corre y tras una hora de duro e intenso trabajo no he sido capaz de mover el coche un solo milímetro. Sigue con gran parte de los bajos clavados en una nieve que empieza ya a congelarse pues el sol ha desaparecido hace rato. La temperatura ha bajado drásticamente y comienza el bajo cero.

Intento buscar palos y piedras para echar bajo las ruedas, pero la misión es imposible, todo está cubierto por un manto de unos 30-40 cm de impoluta nieve virgen cada vez más helada. Opto por sacar el gato, pero no sé por qué motivo no soy capaz de hacerlo funcionar, la base es de hielo que se hunde y no engancha. Intuyo peligro y pérdida de tiempo en el manejo del gato por lo que abandono esa forma de ataque. El tiempo corre, se está haciendo de noche, estoy absolutamente mojado de cintura para abajo e incluso con partes ya insensibles, tengo las manos que podría cortarme un dedo y no lo notaría. Me voy a quedar sin luz, es lo que más me preocupa.

Comienzo a desesperarme, cojo el teléfono móvil para hacer una llamada de emergencia a algún conocido para que vengan a rescatarme. ¡¡Noooooooooo!! ¡¡No hay cobertura, no hay 3G, no hay nada!! Puñetero teléfono, está como bloqueado, sólo llamadas de emergencia. Se me pasa por la cabeza efectuar esa llamada al 112 para que la Guardia Civil venga a rescatarme, pero en el instante siguiente pienso en el titular de los periódicos locales del día siguiente: “madrileño rescatado por la noche en la Sierra de Cebollera.” Por ahí sí que no paso.

Pienso también en la respuesta que podría dar a la pregunta obligada que me haría la Benemérita con cara de pocos amigos: ¿se puede saber qué hacía usted allí arriba, solo, sin comida, rodeado de nieve y a esas horas? Me mareo solo de pensarlo y ello me motiva para seguir manteniendo la calma y continuar sacando nieve pues creo que ya es cuestión de supervivencia y no es broma.

Me centro de nuevo en los bajos del coche para liberar los ejes pues si cae la noche cerrada no vería esa zona concreta. Únicamente llevo de iluminación un foco trasero en el Land Rover, ninguna linterna. Consigo liberar totalmente una de las ruedas y accedo a la tierra helada del camino la cual distribuyo entre el resto de las ruedas para tener más agarre. Estoy absolutamente desesperado.

Por mi cabeza pasan todas las posibilidades sobre cómo actuar si se me hace de noche en esta situación que se está convirtiendo en extrema. Sin cobertura, totalmente empapado, temperatura bajo cero, con un litro de agua, sin comida…… ¿sin comida? Es cuando me doy cuenta de que lo último que me eché al estómago fue un austero café con magdalenas a las 10 de la mañana en Medinaceli. Y lo peor de todo, no voy sobrado de gasoil. ¿pasar la noche allí mismo?, ¿echar a andar hasta tener cobertura? Ninguna me apetece y mucho menos abandonar el Land Rover. Eso sería lo último.

Estoy extenuado y sufro arcadas por el esfuerzo físico que realizo. Sigo sacando nieve de debajo del coche y distribuyendo tierra en las ruedas. Quitar la nieve de debajo de los bajos empieza a complicarse, pues cada vez se endurece más debido al intenso frio y los 2000 kilos del Land Rover. Además, también tengo que quitar nieve del camino varios metros hacia atrás y hacer rodadas con mezcla de tierra para salir a zona transitable. No se cuántos metros cúbicos de nieve y arena he removido, pero muchos seguro.

Enésimo intento de salida y gracias a Dios, a las 19 horas, cuando quedan apenas 15 minutos de luz, consigo arrancar mi Land Rover de la bestia blanca que lo retenía.

Aún me quedan 45 minutos de vuelta por caminos con mucha nieve y barro lo cual se me hace realmente duro. Estoy totalmente mojado, agotado y dolorido, pero con la moral muy alta y orgulloso de haber superado la situación sin consecuencias.

Ya es noche totalmente cerrada cuando a las 19,45 horas llego al camping de Valdeavellano de Tera donde me seco al calor de una buena chimenea en un comedor donde los comensales me miran con curiosidad. Me da la impresión de que no debo tener muy buen aspecto.

Ya en Soria capital, cenando un sándwich y tortilla de jamón con pimientos, medito sobre lo ocurrido y tengo la sensación de haber superado una situación algo delicada y comprometida. Me voy a la cama absolutamente agotado y la temperatura de la casa, seis grados, me resulta incluso hasta agradable.

Al día siguiente, vuelta a Madrid donde debido a las brutales agujetas y dolores por golpes recibidos contra los bajos del coche, tardo al menos cuatro o cinco días en poder moverme con normalidad. En mi trabajo aún se acuerdan de ese lunes, jeje.

No puedo negarlo, después de esta experiencia ha habido un antes y un después. Desde entonces, tengo muy presente la hora a la que anochece y aumento la prudencia a partir de determinadas horas, intento ir con algo de agua y comida, suficiente gasoil y me hago acompañar de un pequeño kit de supervivencia consistente en una linterna frontal, una navaja y un silbato. Pero aún así, queridos amigos, he visto y sigo viendo en muchas ocasiones “Las orejas al lobo”.