Siempre tengo pendiente algún lugar para visitar aunque ya haya estado en ellos previamente. Como me muevo con poca organización y en mis rutas prima la improvisación, aunque visite algún lugar, entra dentro de lo normal tener que volver de nuevo para conocer algo que quedó pendiente y cuya existencia he descubierto en estudios posteriores.
Es lo que tengo. Primero hago el trabajo de campo y luego realizo el estudio en la soledad de mi despacho y es en ese momento cuando me doy cuenta de que me he dejado aspectos interesantes en el tintero. Sí, eso es, lo hago al revés, pero es lo que hay y ello me permite ser muy flexible en mis viajes, pudiendo variar totalmente la ruta prevista en un inicio y comenzar una totalmente nueva y desconocida si veo en el horizonte algo interesante. Además, me he dado cuenta de que el estudio posterior es más intenso y productivo si la visita realmente me ha llamado la atención.
Y con estos antecedentes, decido, junto con mi media naranja y en un frio fin de semana de enero, explorar más en profundidad el pueblo soriano de Andaluz. Sí, Andaluz, nombre sorprendente para un pequeño pueblo de la profunda, fría y austera provincia de Soria.

Una vez en Almazán, tomamos la carretera CL116 y no tardo muchos kilómetros en vislumbrar en el horizonte, dirección Sur, una atalaya que no tengo controlada. Tomo el primer desvío el cual señala la población de Velamazán. Y efectivamente, a medida que nos acercamos la atalaya se hace realidad y en el cerro cercano también se ven las ruinas de lo que parece ser los restos de un castillo. Increíble.
Aparcamos en las inmediaciones y nos recorremos los dos cerros con estas joyas recién descubiertas. La iglesia fortaleza de San Sebastián, cuya portada desvela su origen románico, se encuentra en ruinas y alberga el cementerio del pueblo. Más arriba, una atalaya en perfecto estado. Las vistas son espectaculares y bajamos al pueblo para visitar lo que, desde este punto, parece una gran iglesia.
Paseamos por el centro del pueblo y de uno de los edificios enfrente de la iglesia, sale una anciana que nos grita, “¡Vecinos, que el bar está aquí!”, a lo que respondemos que vamos en un momento, no queda otra. Damos un paseo por la plaza donde disfrutamos de lo que en su día fue el palacio de los Marqueses de Velamazán construido en el siglo XVII al igual que la iglesia que preside la plaza.


Entramos al bar donde nos espera una anciana muy arrugada, con el pelo blanco tirando a amarillento, vestida con una gruesa bata azul, como de estar por casa, pero con una amplia sonrisa y con ganas de atendernos y contarnos historias del pueblo. En la barra hay dos parroquianos ataviados con mono de trabajo que nos saludan también muy amables.
La anciana camarera me sirve uno de los mejores botellines de Mahou que he tomado últimamente, es decir, muy muy frío, como a mí me gustan, un pelín antes de congelarse. Y para mayor sorpresa, en contra de toda costumbre soriana, nos pone unas aceitunas de aperitivo.
Rápido se instala enfrente nuestro para darnos la bienvenida al pueblo. Pueblo que, informa, ahora está de capa caída, pero hace tiempo, con los Marqueses, era un pueblo rico, importante y lleno de gente. Al parecer el último Marqués murió a comienzos del siglo XX sin herederos y sus tierras y palacios fueron vendidos a la gente del pueblo. Se unen a la conversación los dos parroquianos. Uno de ellos es el propietario de la atalaya y me dice que otro día me la puede enseñar. Le pregunto si se trata de una atalaya árabe y me dice que los últimos estudios indican que se trata de un molino de viento y para corroborarlo, me enseña en su teléfono móvil un estudio realizado recientemente. He realizado indagaciones posteriores y efectivamente, el paisano está en lo cierto pues se trata de un molino de viento construido a fines del XIX o comienzos del XX. La atalaya la sitúan en las ruinas de la iglesia de San Sebastián, a pocos metros, lo que hoy es la torre del campanario.

El otro parroquiano confirma la prosperidad del pueblo hace años, indicando que incluso tuvo un monasterio, pero nadie sabe dónde están sus ruinas. Para que la conversación no decaiga, la rubia camarera nos saca de una lata ya abierta, dos mejillones en escabeche y nos pone otro aperitivo de patatas fritas. Entran dos personas más en el bar, uno de ellos muy anciano, el cual se anima también a hablar con nosotros, de dónde somos, que seamos bienvenidos etc. Es increíble que nos encontremos en Soria. Al poco, llega otra persona que al parecer es el alcalde. La camarera nos dice que vengamos otro día para enseñarnos la iglesia y que nos regalará un gorro hecho con plástico que ella misma teje. Nos dice que los hace ella misma y que es la única que lo hace en España. Las bolsas de plástico las convierte en ovillos y con ello teje todo tipo de prendas y artilugios.
Al irnos, todos los parroquianos se despiden de nosotros con una gran sonrisa y nos siguen con la mirada hasta que desaparecemos por la puerta. La experiencia ha sido realmente entrañable. Nos da la sensación de dejar ahí a muy buena gente, de dejar amigos.

Con el corazón aún en un puño, proseguimos nuestro viaje y por fin llegamos a Andaluz, nuestro objetivo. Subimos con el coche al alto y comemos nuestros bocadillos en un banco situado enfrente de uno de los pórticos románicos más espectaculares de la provincia. La iglesia de San Miguel Arcángel, del siglo XII. Toda para nosotros. No se ve ni se oye a nadie. Hace frío, pero sentados al sol se está realmente a gusto.


Tras visitar el enorme puente medieval de origen romano que cruza el río Duero, nos dirigimos a lo más alto del pueblo para intentar encontrar lo que hemos venido buscando: La iglesia mozárabe de Santa Lucía (siglo X-XI), el castillo y un espectacular mirador llamado “El portillo de la Hoz” con cien metros de altura al borde de un cortado en la montaña que servía de paso hacia el Duero. Este paso fue cruzado por Almanzor gravemente enfermo tras arrasar el monasterio de San Millán de la Cogolla y en lo que fue su última operación de castigo contra los cristianos.
Tras unos kilómetros de pista de tierra ligeramente embarrada, llegamos al comienzo del sendero que nos mostrará estas importantes joyas. El viento es fuerte y muy frío, lo cual nos anima a recorrer el kilómetro y medio por este parque temático al aire libre, en el que somos los únicos visitantes y donde el paisaje es simplemente espectacular. Al fondo, en el horizonte, se divisa perfectamente la silueta de la fortaleza califal más grande y temida de todos los tiempos, el Castillo de Gormaz. Se me eriza la piel. Nos encontramos en territorio controlado por las tropas califales y la mente se me llena de pensamientos sobre lo que pudo ocurrir en todo este territorio durante la dominación musulmana.

Por fin descubro el punto donde posiblemente se encuentra el origen de esta pequeña población. La iglesia de Santa Lucía se encuentra en ruina absoluta, pero con las últimas intervenciones y excavaciones (año 2018), permite hacerte una idea de lo que fue en su día. Muy cerca, el castillo, totalmente arruinado, de 25 metros de lado, de origen musulmán y que controlaba este importante paso entre montañas para cruzar el puente sobre el río Duero. La defensa del paso desde tan imponente altura haría imposible cualquier movimiento de tropas enemigas. Un poco más adelante, el borde del acantilado donde los buitres leonados pasan muy muy cerca. Simplemente espectacular. El Castillo de Gormaz sigue controlando nuestros movimientos. No puedo desviar la vista de su imponente figura.


Tomamos la decisión de hacer noche en Berlanga de Duero, pero como aún nos queda luz, nos da tiempo a realizar una pequeña ruta circular hasta nuestro destino e intentar descubrir tesoros en los pueblos cercanos. En Valderrueda no vemos nada interesante, pero sí en Fuentepinilla donde paramos para recorrer el pueblo a pie, destacando un bonito arco medieval de entrada al pueblo y un par de casas palacio con fachadas bien conservadas. Se nota que en su día este pueblecito fue Villa, disponiendo de su propio gobierno y jurisdicción. Hoy se encuentra prácticamente vacío. No vemos a nadie durante nuestra visita. Por este pueblo también pasó Almanzor a la vuelta de su última acción militar ya mencionada.



Tampoco vemos nada interesante en Valderodilla ni Tajueco, por lo que nos dirigimos con las últimas luces a Berlanga para buscar refugio donde pasar la noche.
La entrada a Berlanga de Duero es fantasmagórica. Las calles están totalmente silenciosas y no se ve a nadie por la calle. Aparcamos en la misma Plaza Mayor, donde el hostal en el que pretendíamos alojarnos está apagado y cerrado a cal y canto. En un bar de la Plaza, algunos paisanos toman la primera cerveza de la tarde. El pueblo parece estar inmerso en un largo y profundo letargo invernal.
Llamamos por teléfono al Hostal y el propietario nos abre, da las luces y nos asigna una habitación con vistas a esta maravillosa Plaza Mayor, la cual es uno de los mejores ejemplos de plazas castellanas porticadas con madera.
Paseamos por silenciosas, oscuras y frías calles. La Colegiata, el Castillo y otras callejuelas solo para nosotros. Nos cruzamos con muy poca gente, todas del pueblo, ningún turista. Me atrevería a decir y creo que estoy en lo cierto, de que somos los únicos españoles que hemos tomado la decisión de visitar esa tarde la localidad de Berlanga. Algunos bares están abiertos y tomamos algo para terminar comprando repostería del Burgo de Osma en la panadería del pueblo.


A pesar de que las reseñas en Internet sobre la cocina de nuestro hostal no son buenas, no nos queda otro remedio que intentarlo pues no dan de cenar en ningún otro local del pueblo. Pinchos de tortilla de patatas, una de ellas rellena de jamón y queso, un nutritivo y reparador torrezno y una refrescante ensalada de la casa, hace que no nos equivoquemos y cenamos así de forma honorable. Durante la cena, entablamos conversación con un cliente habitual del bar que, casualidades de la vida, vivía en Fuentepinilla, bastante majete, soltero, más o menos de mi edad y dedicado a la agricultura, por lo que, según nos dice, tiene bastante tiempo libre. En su pueblo únicamente hay ancianos y él viene a Berlanga a tomarse los cafés e imagino que para relacionarse con otros seres humanos. Aparece también otro agricultor, este ya jubilado, el cual se une a la conversación que tenemos entablada en el bar. Somos los únicos clientes junto con un anciano que cena en silencio en la mesa de al lado. No nos olvidemos que nos encontramos en la zona más despoblada de España donde la realidad rural, sobre todo en el frio y solitario mes de enero, es aún más dura, al menos desde nuestro punto de vista de urbanitas.

Cuando nos retiramos a dormir, parece que el sistema de aire caliente no funciona y la habitación está a doce grados. Nos facilitan un calefactor para que al respirar no salga vaho.
A la mañana siguiente, sobre las 8.30, con el bajo cero, salgo a pasear por el pueblo y realizar las habituales fotografías. Por la calle, solo me cruzo con grupos de vecinos organizando su batida de caza. La verdad que me llama la atención su sofisticada indumentaria de camuflaje. ¿Dónde ha quedado el clásico pantalón y jersey verde? Más parecen mercenarios adiestrados para matar, que simples cazadores.
Tras mi solitario y largo paseo, cuando vuelvo al hostal para desayunar, en el bar me encuentro de nuevo a nuestro nuevo amigo de Fuentepinilla tomando un café. Nos saludamos, cruzamos algunas palabras y rechazo amablemente su invitación a café. Pienso de nuevo en la vida tan distinta que podemos tener este tipo y yo y eso que ha visto mundo por lo que comenta. No se me va de la cabeza. También está en el bar el anciano que ayer cenaba en silencio. En otra esquina hay un hombre de mediana edad que no se encuentra en sus cabales porque habla solo y de forma muy rápida e ininteligible.
Desayunamos café y tostadas, mantenemos nueva conversación con el de Fuentepinilla y tomamos carretera hacia Madrid haciendo parada en Almazán donde paseamos una vez más por su espectacular Plaza Mayor, presidida por el imponente Palacio de los Mendoza y la Iglesia románica de San Miguel. Pero eso ya, amigos, eso ya es otra historia.




Bonito y solitario tierras preciosas y en ruinas da pena, con su pasado tan explendido